Pongámonos en lo peor y reconozcamos que un gran número de culés seguimos albergando ciertas esperanzas de que todo cuanto se ha dicho —y se dirá— sobre el caso Negreira sea culpa del Real Madrid. O de Florentino Pérez, que es casi lo mismo. O de las cloacas del Estado. O de Madrid entendida como una especie de orbe satánico. Estamos abiertos a casi cualquier posibilidad siempre y cuando todo termine, no ya con la libre absolución del Barça y sus dirigentes, sino con una condena de efecto boomerang que ponga en su sitio al equipo merengue y, por qué no, una orden de derribo por vía urgente contra el ovni metalizado de Chamartín.
Nos mueve la fe y también la rabia, sentimientos fundacionales de este Barça moderno que se va reinventando cada cierto tiempo en función de los delitos que se le imputan. El Barça ha nacido 10 veces ya. O cien. Y nacerá las que sean necesarias para que algún día pueda llevar una vida tranquila alejado de los despachos, que es donde se muere recurrentemente por insistir en el error: un exceso flagrante de autoconvicción. Si tantos dirigentes elegidos democráticamente untaron el morro al número dos del Comité Técnico de Arbitros (CTA) durante años, por algo fue. O para algo sería. Esa es la nueva teoría en que ahora mismo nos movemos los idealistas.
Ese para algo fue encierra múltiples posibilidades y sirve, por encima de cualquier otra consideración, para entonar la balada de la compensación histórica sin ruborizarse en exceso. Pregunten por ahí y verán. “Enríquez Negreira no tenía ningún poder de decisión sobre las designaciones ni en el sistema de ascensos y descensos de los árbitros”, declaró Ángel María Villar en una reciente entrevista en la cadena SER. Fue presidente de la Federación Española de Fútbol durante tantos años que Alfredo Relaño le acuñó una canción para explicar el nuevo estatus del Barça con respecto a los árbitros: el Villarato. ¿Y a quién va a creer el aficionado culé a estas alturas? ¿A Relaño o a Villar? “¡A Barrabás!”, gritará más de uno por espantarse los apuros y no sentirse obligado a modificar el relato. Solo en la lucha contra el mal, que es el Madrid en primavera, se puede anteponer cualquier tipo de justificación a las explicaciones.
Con Joan Laporta añadido a la convocatoria de los acusados por la vía del cohecho continuado, seguimos sin saber por qué o para qué se le pagaba a Negreira, más allá de la pura especulación: en eso parece andar también el juez instructor a falta de pruebas. Otros agentes menos amables no dudan en sentenciar sin necesidad de juicio. Y mientras tanto, desde el club se limitan los próceres a esconder razones y motivos como parte de una futura defensa judicial que ni por asomo podrá expiar, jamás, el coste reputacional al que ahora mismo se está viendo sometida la institución.
El destino final del dinero podría haber sido el hedonismo de algunos directivos, por qué no. O la financiación de una parte del procés; cualquier argumento será bien recibido con tal de esquivar una bala de plata que siempre fue munición de leyenda contra vampiros, licántropos, castizos y mocitas, nunca contra un club que luce Acnur en el uniforme como mi tío Paco lucía aquellas banderitas con alfileres contra el cáncer. “Que nadie pueda ir diciendo por ahí que estamos a favor”, me dijo en cierta ocasión mientras se aseguraba de que nuestras enseñas solidarias quedaban bien a la vista. Imaginen no llevar semejante enseñanza grabada a fuego.
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