Estos días han demostrado lo dura que uno tiene que tener el alma para asomarse a la actualidad política. Los participantes asumen posiciones, y despliegan tácticas de defensa y de ataque dialéctico, que, para quienes creemos que vivimos otros modos, convocan a la melancolía. Si uno se empeña en analizar lo que incomoda, la conclusión es todavía más desasosegante: lo que nos expulsa de la conversación no son ni la ideología ni los temas de los que se discute, sino el lenguaje atronante, impostado, lleno de furia y ruido que se usa, y la ubicuidad de las mentalidades empobrecedora que revelan los debates. No son independientes. El Apocalipsis de San Juan comienza anotando que “en el principio fue el verbo”, y los antropólogos nos han enseñado que en las sociedades dominadas por la escasez y un bajo nivel tecnológico, lo que dominaba eran las mentalidades de “suma cero”: la creencia de que las ganancias de un grupo son necesariamente las pérdidas de los otros. Las consecuencias de esta creencia son devastadoras: si el producto final está predeterminado, entonces la tecnología, las ideas, el esfuerzo o los intercambios no pueden aumentar su oferta, sino simplemente redistribuir lo que hay.
Las sociedades más primitivas no son en las únicas en las que históricamente han prevalecido estas mentalidades empobrecedoras. La mentalidad de suma cero es uno de los rasgos definitorios de las sociedades del siglo XXI. Académicos de Harvard acaban de documentarlo en un excelente trabajo con datos y no relatos: 20.356 entrevistas a estadounidenses de todo el espectro de edades, razas, religiones, ancestros, profesiones, ideologías y niveles de ingresos, complementados con decenas de miles de respuestas en todo el mundo provenientes del World Values Survey.
El titánico esfuerzo no es una ocurrencia de académicos. Si el marco mental predominante en la sociedad es el de un juego de suma cero, se debería esperar que la prioridad fuesen políticas redistributivas que llevaran recursos y estatus desde los privilegiados a los más desfavorecidos, y que se tolerara el establecimiento de restricciones de entrada a la comunidad. El nacionalismo o las políticas de inmigración son excelentes ejemplos de los límites de la fraternidad. Estos temas —impuestos, subsidios, acceso a la salud o emigración— son el centro del debate político no solo en España, sino en todo el mundo. Saber pues algo más de por qué nace, se expande y nos enfrenta esta mentalidad empobrecedora es una buena idea.
Los académicos nos ofrecen dos conclusiones. La primera, que no es un tema partidista. Sus defensores están y votan, casi en la misma proporción tanto a Obama como a Trump. La ideología se diluye en favor de una convicción más poderosa: sin “nosotros” la sociedad se despeña por el abismo. Apostar por el pesimismo de la oferta fija —y a sus consecuencias: la futilidad del esfuerzo, del comercio o de la educación— es una forma muy potente de enmarcar los valores y creencias que dan sentido a la participación política.
La segunda conclusión es más preocupante: mientras que en las generaciones de entrevistados de más de 50 años, la mentalidad suma cero es minoritaria, entre los jóvenes es la creencia dominante, particularmente entre los que están en torno a los 35 años. Este gap generacional plantea la posibilidad de que las condiciones de vida y empleo durante las primeras décadas de la vida adulta conformen creencias que perduran a lo largo de toda tu vida. Quienes hoy tienen más de 50 años disfrutaron la Edad de Oro de Estados Unidos —y en España ocurre lo mismo— con fuerte crecimiento, elevada movilidad social, prestigio de la educación y la convicción de que era la tierra de las oportunidades. Los que nacieron después de los años 80 han visto y vivido el desvanecimiento de ese sueño americano y, con indisimulada frustración, encuentran en sus experiencias vitales la prueba de que la oferta está fija —o, si se introduce en la coctelera el cambio climático, que es decreciente— y actúan en consecuencia: ocupad Wall Street, y que se vayan todos que ya llegamos nosotros.
No hay refutaciones fáciles al prestigio intelectual y vital del pesimismo. Aunque este sea un mundo objetivamente mejor que los años 50 o 70 del siglo pasado. Más libre, más inclusivo, más próspero y menos violento. Pero si no vencemos el miedo y no nos desprendemos del derrotismo de esta mentalidad empobrecida y empobrecedora, tenemos un elevado riesgo de convertirla en una profecía autocumplida y acabar siendo menos libres, más pobres y menos felices.
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